Resumen
Cuando estudiaba artes tenía una clase en la que, al hablar de lo “clásico” y lo “moderno”, la conversación se descarriló hacia escenas domésticas. Alguien contaba que, mientras cocinaba, ponía música aburridísima y pretenciosa, que para su pareja era puro ruido y para él eran “obras clásicas”. Remataba con humor: esos desacuerdos son un clásico del matrimonio. Habría que añadir que la “escucha” de ella era más clásica que la suya. Yo, entre la risa y la confusión, llenaba la libreta con flechas y notas sueltas. Tiempo después decidí ordenar el caos: dibujé una flor. Cada pétalo era un tiempo o enfoque distinto: lo clásico frente a lo moderno, contra lo romántico, y su significado en la vida cotidiana. No era exacto, pero funcionó; ese diagrama convirtió una charla dispersa en un mapa legible. Me enseñó que “clásico” no es una cosa fija, sino una visión que cambia con la época, pero que mantiene relaciones y constancias.

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